Foto: Tomada del libro Un día, un perro, de Gabrielle Vincent
Solo hoy
que lo recuerdo se me hace que cada minuto fue eterno, aunque no
fue más que un flash que no duró ni la mitad de una de mis mañanas. La cuestión
es que hace unos días quise ayudar torpemente a
un animal. Sí, se trató nuevamente de un perrito que para recordarlo siempre lo
llamaré Sol.
Sol resultó herido de uno de los millones de carros que pasan por la avenida Mariscal Sucre, más conocida como la Occidental. No diré más porque nunca sabré si la herida fue intencional o Sol apareció y cruzó la calzada de golpe y el conductor no pudo hacer nada.
Al verlo, se me borraron todos los pensamientos lógicos y paré el tráfico de las 09:30 para ayudarlo. Sí, en media calle porque justo en ese instante, todo pasó frente a mis ojos y a pocos centímetros de mi parabrisas. Miles de pitos de carros después, me estacioné a un costado para seguir a Sol que caminaba lastimado y sin rumbo. Quería bajarme, parar el auto, salir por la ventana, tener un brazo de diez metros, un copiloto, en fin. Luego, cuando se perdió por un camino, encontré espacio libre en la vereda y me bajé. Dejé el carro asegurado solo con las luces de parqueo.
Tomé mi cartera, la mascarilla del radio y lo seguí por un camino que nunca había pisado. Empecé a desesperarme porque no sabía exactamente lo que hacía, ni por qué, ni que haría después. Solo quería ayudar.
Sol caminó frente a mí por más de 30 metros por un camino de tierra sin salida -por el que nunca había pasado- hasta que paró frente a unas casas. De una de ellas salió un señor. Le indiqué a Sol y por mi desesperación, me imagino creyó que era mío o que yo le había causado daño. “Señor ayúdeme no sea malo, lo estoy siguiendo desde la Occidental”, le dije. “Déjelo, está buscando dónde morirse”, me respondió. Y lloré.
El hombre se metió a su casa pero en segundos salió uno más joven a preguntar si necesitaba ayuda y le dije que no sabía que hacer por Sol, que cayó agotado sobre unas piedras, en la sombra. Ahí me le acerqué, le agarré una de sus patitas llenas de polvo, vi un collar de nylon desgastado en su cuello y la acaricié la frente. “Ya te vamos a ayudar, espera un ratito, solo un ratito”.
El joven se quedó a cargo de Sol y le dije que me esperara hasta traer mi carro a esa esquina sin salida. Sol intentó ponerse de pie pero volvió a caer. Le pedí al chico que lo pusiera en el asiento trasero de mi carro y solo desde ahí supe que ya era demasiado tarde. “Aún creo que respira”, dijo. Le agradecí, entré al carro y miré a Sol por última vez. Manejé sin concentración mientras lloraba en pausas con el sol golpeándome la cara. Paré cerca de una veterinaria y busqué ayuda.
La enfermera que salió lo supo desde que vio a Sol que ocupaba todo el asiento trasero. Pero ya no pudimos hacer más. Tardé cerca de diez minutos en reponerme de la tristeza y de un hueco que se quedó en mi estómago que no pude apaciguarlo en todo el día. Quería pensar que hice lo que pude, pero a la final no fue nada.
No solo corrí uno sino varios riesgos en mi intento fallido de curar a Sol de su dolor. Pero no me di cuenta hasta el día siguiente, cuando pensé que si me volviera a pasar de nuevo, probablemente lo haría otra vez. Ahora, el problema es más grande y va más allá de uno de los tantos intentos de rescatar a un can que corre peligro, aun cuando no sabemos que hacer con ellos una vez que los rescatamos.
Hace un par de días leí un artículo de una experta quien afirma que el rescate de animales callejeros aumenta su población y no reduce este problema. Y probablemente tenga lógica y razón. Sin embargo, al encontrarse con este tipo de situaciones –y un desubicado sentido del peligro mezclado con la emotividad- me imagino que es más difícil pasar de largo sin hacer nada.
Ahora opto por un breve silencio. Por Sol, y por el que deberían guardar muchos ángeles que sin importar lugar o condiciones, también los ayudan. Ellos no reciben un ‘gracias’ sino una mirada silenciosa de eterno agradecimiento de quien no sabe por qué vino al mundo, y por qué un día tiene hambre y frío y al otro está completamente feliz.
Aún creo en estas segundas oportunidades y es difícil llegar a una comprensión general porque es algo muy personal. Al principio me dijeron “lo haces por ti”, pero cuando fui por Sol fue en quien menos pensé.
Me imagino que si alguien en algún momento piensa en ayudar, a quien sea, lo hace por un impulsivo instinto emocional y sin pensar, como me pasó a mí. No hay más reglas. El mundo lo tienes ahí y cuando algo se presenta es cuestión de segundos el decidir pasar de largo, o actuar. Aunque sea solo intentar.
Sol resultó herido de uno de los millones de carros que pasan por la avenida Mariscal Sucre, más conocida como la Occidental. No diré más porque nunca sabré si la herida fue intencional o Sol apareció y cruzó la calzada de golpe y el conductor no pudo hacer nada.
Al verlo, se me borraron todos los pensamientos lógicos y paré el tráfico de las 09:30 para ayudarlo. Sí, en media calle porque justo en ese instante, todo pasó frente a mis ojos y a pocos centímetros de mi parabrisas. Miles de pitos de carros después, me estacioné a un costado para seguir a Sol que caminaba lastimado y sin rumbo. Quería bajarme, parar el auto, salir por la ventana, tener un brazo de diez metros, un copiloto, en fin. Luego, cuando se perdió por un camino, encontré espacio libre en la vereda y me bajé. Dejé el carro asegurado solo con las luces de parqueo.
Tomé mi cartera, la mascarilla del radio y lo seguí por un camino que nunca había pisado. Empecé a desesperarme porque no sabía exactamente lo que hacía, ni por qué, ni que haría después. Solo quería ayudar.
Sol caminó frente a mí por más de 30 metros por un camino de tierra sin salida -por el que nunca había pasado- hasta que paró frente a unas casas. De una de ellas salió un señor. Le indiqué a Sol y por mi desesperación, me imagino creyó que era mío o que yo le había causado daño. “Señor ayúdeme no sea malo, lo estoy siguiendo desde la Occidental”, le dije. “Déjelo, está buscando dónde morirse”, me respondió. Y lloré.
El hombre se metió a su casa pero en segundos salió uno más joven a preguntar si necesitaba ayuda y le dije que no sabía que hacer por Sol, que cayó agotado sobre unas piedras, en la sombra. Ahí me le acerqué, le agarré una de sus patitas llenas de polvo, vi un collar de nylon desgastado en su cuello y la acaricié la frente. “Ya te vamos a ayudar, espera un ratito, solo un ratito”.
El joven se quedó a cargo de Sol y le dije que me esperara hasta traer mi carro a esa esquina sin salida. Sol intentó ponerse de pie pero volvió a caer. Le pedí al chico que lo pusiera en el asiento trasero de mi carro y solo desde ahí supe que ya era demasiado tarde. “Aún creo que respira”, dijo. Le agradecí, entré al carro y miré a Sol por última vez. Manejé sin concentración mientras lloraba en pausas con el sol golpeándome la cara. Paré cerca de una veterinaria y busqué ayuda.
La enfermera que salió lo supo desde que vio a Sol que ocupaba todo el asiento trasero. Pero ya no pudimos hacer más. Tardé cerca de diez minutos en reponerme de la tristeza y de un hueco que se quedó en mi estómago que no pude apaciguarlo en todo el día. Quería pensar que hice lo que pude, pero a la final no fue nada.
No solo corrí uno sino varios riesgos en mi intento fallido de curar a Sol de su dolor. Pero no me di cuenta hasta el día siguiente, cuando pensé que si me volviera a pasar de nuevo, probablemente lo haría otra vez. Ahora, el problema es más grande y va más allá de uno de los tantos intentos de rescatar a un can que corre peligro, aun cuando no sabemos que hacer con ellos una vez que los rescatamos.
Hace un par de días leí un artículo de una experta quien afirma que el rescate de animales callejeros aumenta su población y no reduce este problema. Y probablemente tenga lógica y razón. Sin embargo, al encontrarse con este tipo de situaciones –y un desubicado sentido del peligro mezclado con la emotividad- me imagino que es más difícil pasar de largo sin hacer nada.
Ahora opto por un breve silencio. Por Sol, y por el que deberían guardar muchos ángeles que sin importar lugar o condiciones, también los ayudan. Ellos no reciben un ‘gracias’ sino una mirada silenciosa de eterno agradecimiento de quien no sabe por qué vino al mundo, y por qué un día tiene hambre y frío y al otro está completamente feliz.
Aún creo en estas segundas oportunidades y es difícil llegar a una comprensión general porque es algo muy personal. Al principio me dijeron “lo haces por ti”, pero cuando fui por Sol fue en quien menos pensé.
Me imagino que si alguien en algún momento piensa en ayudar, a quien sea, lo hace por un impulsivo instinto emocional y sin pensar, como me pasó a mí. No hay más reglas. El mundo lo tienes ahí y cuando algo se presenta es cuestión de segundos el decidir pasar de largo, o actuar. Aunque sea solo intentar.