Movimientros, caídas, vuelos, saltos, pasos. Actuación (y bastante), pero sobre todo relajación. ¿Comerse libros? No se necesita porque tampoco hay muchos. Hablar, eso sí, pero con el cuerpo. ¿Imposible? Pues no.
Ni el lenguaje alcanza a decir tantas palabras como lo pueden hacer las extremidades, la mirada y la piel. Aunque no parezca, el cuerpo sí es capaz de formular más de un millón de frases. De hecho, así se llaman nuestros largos y profundos pasos de baile. De pies, en el suelo y en el aire. Con los ojos cerrados, riendo, sufriendo, amando o sólo pensando. Con manos, brazos, pecho, cabeza, cuello y dedos. Solo hay que dejarlo fluir. Es todo. Y expresarse, pero de una manera distinta. Y muy entretenida.
Eso es la danza, y no precisamente la que está ligada a la rigidez de las mallas, los tutús, el Lago de los Cisnes y las zapatillas. Tiene algo de eso, pero es diferente y no tiene nada de inerte. Se trata de la danza contemporánea. Y si crees que no tienes el valor para seguir actuación, ganas de bailar, pero no ritmos tropicales o de salón, optar por unas clases de danza, es una excelente opción.
Redescubrirse es uno de los requisitos esenciales. Y para iniciar no hay límites de edad o estado físico. Solo ganas de hablar con la boca cerrada. De creer y danzar. O como se dice en esta a veces no tan entendida práctica: de respirar, con los pies y el alma en el piso, pero no dejar de volar.
Es baile, inspiración y creación. Pero sobre todo, es arte, mucho arte.